ATENCIÓN: Si no han visto entera la serie de animación Basilisk, desaconsejó vivamente la lectura de este artículo. Es más, no sé qué hacen leyendo esto en vez de ir ahora mismo a su eMule más cercano y poner los primeros capítulos en descarga.
Por lo general, se suele ver al manga como una especie de subgénero mutante dentro del panorama del cómic y la animación mundiales. Para ojos del espectador occidental, no hay nada más raro que un montón de personajes con ojos del tamaño de bolas de billar que se matan, aman y luchan en trasfondos pintorescos, cuando no directamente marcianos (véase Naruto, por poner un ejemplo conocido: ¡un ninja enfundado en un chandal naranja butanero! ¿Alguien da más?). Gracias a esto (y a la reiterativa utilización de tópicos y clichés que no por resultar diferentes a los que estamos habituados resultan menos manidos), la mayor parte de la veteranía comiquera española miran con desconfianza, cuando no directamente desprecio, al manga y a sus hijos bastardos. En honor a la verdad, hay que decir que en muchas ocasiones tienen razón: el manga a veces resulta tópico, tonto, aburrido, alargado en demasía, mal animado... Pero luego se encuentran cosas como Basilisk.
Basilisk es una de las series más novedosas del Studio Gonzo, en mi opinión, los mejores creadores de series de Japón. En general, tanto la calidad de su animación, totalmente superlativa, junto a unos guiones que buscan forzar un poco mas la maquinaria pensante de la serie televisiva media, dan como resultado unos productos que, sin evadir la comercialidad ni la accesibilidad (el que quiera largos monólogos de elucubración intelectualoide, que vea de nuevo Evangelion), sobresalen por encima de la media. Y luego están los que sobresalen incluso por encima del resto de la producción del estudio. Como Basilisk.
La serie, para aquellos de entre los que esto leen que hayan decidido no hacer ni caso de la advertencia del principio, nos presenta a dos familias de ninjas en pleno siglo XVII: los Kouga y los Iga. Estas familias llevan odiándose 400 años, pero las hostilidades se reducen al término de lo verbal gracias al pacto de no agresión firmado por ambas familias. Pero el tratado se ve disuelto cuando Ieyasu Tokugawa, padre del actual Shogun, se ve en la encrucijada de escoger entre sus dos nietos para suceder a su padre. Su solución, para no verse perjudicado en caso de fallar es utilizar a ambas familias para realizar el trabajo sucio: cada una de ellas representará a uno de los herederos, y aquella que sobreviva será la guardiana del nuevo Shogun, obteniendo properidad y poder. El argumento es tan simple como eso. Pero, como en la vida real, las personas involucradas lo complican. En los 24 capítulos que transcurren desde el inicio de la acción hasta el devastador final, veremos traiciones, celos, amor, odio, ajustes de cuentas, desolación y muerte. Sobre todo muerte. La serie, con aires de obra coral (cada personaje, cada uno de los 20 integrantes de ambas familias tendrá, por corto que sea, su momento de gloria, el estallido fugaz de protagonismo que lo arranque del segundo plano), parece escrita a tumba abierta. Los personajes caen, mueren y luchan con frenética rapidez. El guión se esfuerza por liquidar a todo aquel personaje con el que el espectador pueda simpatizar, y de maneras cuanto más crueles y explícitas mejor: aseteados, desangrados, descoyuntados, partidos por la mitad... Pero la inmisericordia no se limita a la muerte de los personajes. Un halo fatalista, de determinación total cubre toda la atmósfera del metraje. La tragedia es casi una presencia física y tangible que imprime su presencia en todo momento. La sociedad japonesa feudal es finamente retratada con crueldad y falta de piedad, una maquinaria engrasada de exigencias y ritos sociales, de hipocresía y humillante servilismo, en la cual es más importante cumplir lo que la sociedad espera de ti que mantenerse con vida.
Obviamente, también encontramos honor, actos nobles, y, sobre todo, amor. Aunque la trama conductora de la historia sea la lucha entre ninjas y las muestras de sus fantásticos poderes (vicio heredado del shonen -manga para chicos, de carácter usualmente juvenil y aventurero- más descerebrado), se atiende más al desarrollo de la historia de amor entre Gennosuke y Oboro, los protagonistas. Lo cual no sirve sino para magnificar la atmósfera sombría de la serie: la evidente integridad y nobleza de muchos personajes no puede evitar la cita con la Parca que en algún momento les ha de llegar, el amor solo servirá para hacer más dolorosa la situación en la que se hayan inmersos. Los contendientes son humanos, no hay una división maniquea entre buenos y malos: en ambos bandos pueden encontrarse personas excelentes e hijos de puta redomados. La escena final, en la que los protagonistas, convertidos en un par de despojos humanos física y emocionalmente tras una lucha que se ha llevado a todo aquel que en algún momento amaron, rodeados por un círculo de buitres que esperan ansiosos el resultado final de la lucha para colmar sus ansias personales de poder, se sacrifican en un hermoso y poético gesto por amor, esperando reencontrarse en una vida futura, resulta la ejecución de una sentencia de muerte firmada en el primer capítulo y, a la vez, un acto de rebelión: a la sociedad que les ha empujado hasta allí, al Destino, al mundo. Y, por fin, tras ese final digno de entrar en las antologías, el espectador vislumbra el final del árido desierto emocional que ha transitado durante 24 capítulos, dice adiós a un mundo con el que se ha emocionado, se ha indignado, se ha reído, ha llorado...
Quede como muestra de esta gran serie el primer momento en el que por fin aparecen los herederos por los cuales los protagonistas matan y mueren: dos niños de unos seis o siete años, uno medio tonto y otro mimado, cuyas niñeras han movido los hilos para que dé comienzo la lucha en pos del poder personal. Una excelente metáfora de nuestro mundo: luchamos y morimos en busca de la aprobación de una horda de viejas cacatúas que solo buscan practicar la necrofagia sobre los cadáveres de los caídos en el combate.
domingo, diciembre 11, 2005
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